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El andurrial de Espuma

Espuma de cuentos

Melancolía

Melancolía

Se quejaba el instrumento gimiendo las penas de su amo. Lloraba, y su lamento se ampliaba por las calles vacías y mojadas y por las ventanas se filtraba como fino polvo de aserrín. La gente, inquieta, percibía su sollozo y un estremecimiento, apenas perceptible, inundaba sus espíritus como presagiando algo, mas, no sabían qué.

Hasta que un día le encontraron en su casa, la guitarra callada y él exánime.

Nadie supo que funesto pájaro pudo anidar en el corazón de aquel hombre de mirada triste y pelo níveo.

Al paso del tiempo, alguien volvió a la casa y encontró la guitarra; yacía sobre una silla y estaba vieja y repleta de polvo. Cuando trató de asirla se deshizo, desintegrada por la carcoma, y el aserrín que de ella fluyó se fue esfumando raudamente por cada resquicio de la casa hasta no quedar nada.

Después, ya en las calles vacías y mojadas, surcó el aire como movido por un suspiro, - acaso el de su amo muerto-, y se introdujo por las ventanas de los hogares del barrio.

Llantos lastimeros y sollozos tristes se oyeron en todas las viviendas aquella noche y todos supieron que lloraban porque la soledad les había invadido el alma. Pero no entendieron por qué.

 

Ello

Ello

Escenario.

El lago estaba sereno, de los árboles, arrullados por Céfiro, colgaban frutos de oro bruñidos por Helios, rodeados de mariposas, los corzos y gacelas de Artemisa pacían y saltaban alborozados entre las flores irisadas de Perséfona.

Acción.

El apuesto muchacho se aproximó a las aguas y desnudándose se lanzó a ellas para aliviar el calor del largo viaje. No podía el joven imaginar que Salmácide, la ninfa del lago, prendada de su hermosura, lo arrastrara al fondo mientras pedía a los dioses que sus cuerpos de fusionaran para siempre. Como tampoco podía suponer, que siendo sus progenitores Hermes y Afrodita, hicieran caso a una simple ninfa y no a su hijo.

Leyenda.

Aún hoy, recorriendo el bosque de Halicarnaso, si uno pone atención, se puede oír el sollozo afligido de Hermafrodito por la pérdida de su virilidad así como el lamento pesaroso de Salmácide, por aquel estúpido arrebato que le vedó para siempre solazarse con el placer del sexo.

 

El ahogado

El ahogado

Emergió al fin, después de  muchos días.

Apareció detrás de la ola pero sólo para ser de nuevo encubierto por la siguiente, no obstante volvió a surgir en el remanso y giró su cuerpo gracias a la sacudida de otra ola.

Extendido cuan largo era,  boca arriba, figuraba, atónito, observar el cielo. Los verduscos ojos, del color de las algas, desmesuradamente abiertos, la piel cetrina y arrugada y el cabello enredado.

 Alguien gritó algo refiriéndose a él; parecía la voz de un niño que chillaba, así que  aguardó esperanzado pero nada ocurrió. Las voces de los bañistas se fueron apagando, el inclemente sol dejó de quemar su piel y la noche cubrió el mar de oscuridad y el cielo de estrellas. Él seguía allí, flotando, surgiendo y hundiéndose a cada impulso del oleaje.

El nuevo día trajo la luz ardiente de nuevo pero no se sintió la algarabía de la gente en la playa; se hallaba en alta mar, lejos de la costa.

Hubiera gritado si hubiera podido pero su voz estaba apagada, igual que su cuerpo. Sólo podía dejarse llevar por las ondas procurando no ser de nuevo tragado por aquellas aguas que lo habían mantenido en las profundidades tanto tiempo. En la superficie, al menos, sería visible y la agradable sensación del aire le hacía bien, aunque ya no lo necesitase.  

Los días pasaron y nada diferente ocurrió, excepto los mordiscos de un algún pez que otro, la tempestad que casi lo lleva de nuevo a los abismos  y la refrescante lluvia que empapó su rostro.

 

Un día, casi como un milagro, unas voces primero y unos ganchos después, izaron su cuerpo del agua y, por fin, pudo descansar en seco, en la arena de otra playa.

—¡Cielo Santo! —oyó decir a alguien— sólo queda de él un brazo y la cabeza.

 

 

 

Retorno a la patria

Retorno a la patria

Tío Ovidio llegó de Australia después de treinta y dos años de ausencia y mi madre, excitada, preparó un banquete para recibirle.

—Garbanzos con oreja, mi especialidad —dijo gozosa.

—No, no puedo comer legumbres, me dan flatulencia —señaló el tío, apartando el plato.

—Vale, —expuso mamá algo decepcionada— no te preocupes. Te serviré chuletas de cerdo con papas.

—Lo siento; colesterol. La carne de cochino ni verla —objetó él.

—Vaya…—dijo mi madre contrariada— tenemos ternera.

—Qué va, el acido úrico lo tengo por las nubes; nada de chicha —negó tío Ovidio.

—Bueno, algo encontraremos que te vaya bien, entretanto toma, prueba el vino, es de tío Marcos; el mejor del país.

— No puedo tomar alcohol, es fatal para mi hígado; he padecido cirrosis. 

— ¿Pero qué te ha pasado en Australia, hermano? —preguntó mamá inquieta mientras mi hermana y yo reíamos por lo bajo— No puedes comer nada. Vale, no te agobies, traeré un trozo de pastel de fresas; lo hice yo misma.

—Pareciera que estoy haciéndolo adrede —apuntó el tío afligido— pero nada de azúcar; ya sabes, glucosa en sangre, elevadísima. Lo siento.

—Estoy muy abatida, Ovidio; vuelves a casa después de tanto tiempo y ni siquiera puedes comer como es debido.

—Regresé a casa para morir, hermana. Quizá es que ya comí demasiado —dijo él mostrando una sonrisa triste y cogiendo una fruta de la bandeja— fíjate, no voy a decir que no a esta manzana.

 

¿Y la barca de la Parca?

¿Y la barca de la Parca?

Doña Angelines, cruel y desconsiderada, era el calvario de su familia. Testaruda mujer insufrible que prometió  que ni la mismísima muerte se la llevaría de este mundo.

La Casa de la Hiedra, así llamada por la frondosidad que cubre sus paredes, es lóbrega y hoy en día ningún ser viviente osa morar en ella, pero fue en sus tiempos un hermoso caserón dónde la familia subsistió con buen acomodo, —aunque desdichados por la iniquidad de la pérfida— y allí seguiría el clan si la Parca no se hubiera limitado a pararle el corazón a la arpía, sino que tendría que haber acabado su trabajo llevándola al Más Allá aunque fuera aferrándola por el cuello con la guadaña.

Doña Angelines sigue ahí, a pesar de que hoy hace cincuenta y tres años, seis meses y dos días que fue enterrada en el cementerio del pueblo, esperando que descansara en paz por fin y dejara descansar, que era lo primordial.  Su ya pelada osamenta se halla sepulta en el rincón derecho del camposanto pero ella sigue en La Casa de la Hiedra. No hay más que oír el estruendo que forma cada noche y sus baladros inconfundibles.

 

El grito

El grito

Después de la gloria y la popularidad en la que se sintió, no el rey de la selva sino el rey del mundo, Tarzán de los monos se vio relegado por la llegada de otros héroes más modernos.

Se percató de que era sólo un personaje cuando se quedó solo. Hasta Chita dejó de ser la mona  avispada y afectuosa y se volvió como él, triste y apática.

Fue entonces que discurrió que al menos se sentiría más vivo si pudiese lanzar su glorioso alarido, aquel grito salvaje que tenía el poder de quitarle el estrés que a veces, en los buenos y prolíficos tiempos, lo asfixiaba.

Con un esfuerzo sobrenatural logró meterse en la mente de su actor preferido, el que mejor lo remedaba, Johnny Weissmüller, el cual, ya viejo y achacoso y sin saber bien la razón, de pronto, se volvió a sentir un superhombre y aunque su cuerpo no obedecía a su bravura, su garganta gritó al mundo que, o bien Tarzán no había muerto o bien él se había vuelto loco.

 

Ciego en la vida

Ciego en la vida

Al abrir los ojos distinguió a varias personas que lo contemplaban desde los pies de la cama.

— Puedo ver —murmuró atónito para enseguida repetir con enorme regocijo— ¡Puedo ver! —dilucidando que aquel instante era único y trascendental.

Levantó el torso de la cama y sentado escudriñó a aquella gente que continuaba vigilándole en silencio.

—Puedo veros —insistió esperando que ellos se alborozaran de aquel prodigio, pero sólo sonreían.

A continuación posó su vista en la mujer de rostro dulce y marchito e inquirió.

— ¿Madre?

— Soy tu abuela Carmen —dijo la mujer mansamente.

— Y yo tu abuelo Tato —explicó el hombre de al lado.

— Tío Fermín —siguió diciendo el siguiente.

—Yo soy Diana, tu amiga —indicó una muchacha de mirada tímida.

— Y yo Félix, tu primo —señaló el último de la fila.

Estupefacto ante la revelación de aquel conjunto que seguía mirándole sonriente sólo pudo musitar.

—Pero… vosotros habéis fenecido hace mucho tiempo.

Ellos asintieron conformes.

Entonces entendió.

*Relato ganador del mes de marzo en Ficticia

  

Espasmos y pasmos

Espasmos y pasmos

El silencio de la cámara se rompió cuando el rey, de forma atronadora, lanzó un estornudo — ¡Salud!— exclamaron al unísono los oficiosos asistentes. Sin embargo no pasó un minuto cuando llegó el segundo estornudo y luego el otro y el siguiente…hasta treinta y cinco veces. En cada uno de ellos los aduladores repetían — ¡Salud!

El monarca, extenuado, moqueaba y las babas impregnaban la pechera de su traje de gala; los pañuelos y cobas de sus acólitos eran inútiles. Casi no podía sostenerse en el asiento y a cada espasmo su cuerpo se sacudía amenazando con caerse del trono.   

Abrió el rey  la boca de nuevo y el auditorio esperó alerta con la solícita palabra de cortesía en la punta de la lengua. Pero el soberano, sin despedir exhalación alguna, cayó hacia delante y lo que se oyó fue el tremendo porrazo de su cuerpo contra el suelo, quedando boca abajo e inmóvil.

El silencio momentáneo fue interrumpido por los pasos apresurados del médico real que, después de examinar al caído, certificó con voz ronca.

—Está muerto.

El murmullo de la sala fue acrecentándose. Un parlamentario, con voz trémula, inquirió.

— ¿Paro cardiaco debido a una “estornuditis aguda”, diríamos?

—No —aseguró el galeno— golpe mortal en la cabeza. Lástima; su majestad, invariablemente, siempre estornudaba treinta y seis veces.

 

El triunfo de la muerta

El triunfo de la muerta

Doña Juliana Eulalia de Arencibia aguardaba desde hacía algún tiempo a la Muerte. De familia de abolengo vetusto y opulento, la habían educado para ser resistente a todos los reveses que le daría la vida, que no fueron pocos.

Ahora, a sus ochenta y tantos años y después de bregar sin descanso contra la Parca para que no se llevara a su hermano, enfermo de unas fiebres maléficas, a su hija de un parto difícil o a su nieto de un mal desconocido, y habiendo ganado siempre, entendía que llegaba su hora.

Sentada en la hamaca del porche la vio venir por fin.

—Has vuelto —dijo.

—Sí —contesto la Muerte—, esta vez te vienes conmigo.

Doña Juliana rió sarcástica.

—Claro, es mi hora, pero no lograste llevarte a los míos cuando lo intentaste; te vencí.

—Señora de Arencibia, no, tienes razón, no me los llevé a ellos, fue a ti, pero ni siquiera te percataste. Tú has muerto hace décadas pero sigues aquí, apegada a tu casa, viendo vivir a tu familia mientras tú sólo eres una sombra. Tienes que cruzar al otro mundo.

Y doña Juliana volvió a reír triunfante.

—Por supuesto que sé que estoy extinta, mis huesos ya están descarnados desde hace tiempo, pero tú no percibiste que yo lo sabía, por eso salvé a los míos. Sólo un muerto puede luchar con la Muerte —contestó y levantándose se compuso el vestido, dispuesta a hacer el viaje aplazado.

Cinéfila

Cinéfila

El séptimo arte y sus hechizos.

 

Se hallaba en una casa, enlucida, muy blanca. Un pianista tocaba una pieza monótona pero a pesar de lo molesta que era, cada vez que paraba ella exigía —Tócala otra vez.

Se acercó rodando, —porque iba en silla de ruedas— a la ventana, una ventana indiscreta por donde podía ver el servicio de la casa vecina, y vio a una joven que se duchaba mientras una vieja estrafalaria se dirigía hacía ella llevando un enorme cuchillo. Advirtió como la apuñalaba, oyó sus gritos desgarradores y vio la sangre salpicando las baldosas. El pianista, entretanto, había variado la música y ahora sonaba aterradora.

Pensó en llamar al detective Harry el Sucio, pero luego de meditarlo se dijo que ya era tarde para la chica; el sicótico travestido de vieja, ya la había matado.

De pronto le entró hambre, miró al pianista, el único ser que había en la habitación, y le expuso. —No he comido desde hace dos días. Él la miró, su rostro se había vuelto blanco y un minúsculo bigote le había brotado como por ensalmo. —Francamente querida, eso no me importa— le contestó impávido.  

 

Despertó temblando y empapada en sudor. –Juro por Dios que jamás volveré a ver, durante toda una noche, películas clásicas— se dijo solemnemente mirando a lo alto.

 

El remate acompasado de un fragmento de piano resonó en toda la casa. 


El ateo testarudo

El ateo testarudo

    Entonces… ¿Dios existe? —expuso Anselmo maravillado ante la grandeza del Cielo.

    Por supuesto, pero tú, aunque fuiste compasivo, no podrás entrar en el Reino Celestial por haber sido un incrédulo —contestó San Pedro entreabriendo un poco más la puerta para mostrarle más—; mira los ángeles, arcángeles y querubines.

    ¿Y Dios?—preguntó el ateo.

    Contempla los santos y mártires… —prosiguió el bendito.

    Sí, pero ¿dónde está Él?—inquirió el hombre

    ¿Ves a los bienaventurados?—dijo  el venerable.

    Los veo… pero ¿Y el Señor?—insistió el impío.

    Mira que eres pesado Anselmo. No puedes ver el rostro del Todopoderoso, sólo pueden verlo los elegidos. Regresarás a la tierra y vivirás otra vida; quizá tu alma halle la verdad y si sigues siendo bondadoso, cuando tu espíritu regrese, podrás entrar al Paraíso.

Debes irte para renacer en la tierra de nuevo. Ahora creerás en Jehová —dijo San Pedro santiguándolo.

    ¡Pero si no lo he visto! —resonó la distorsionada voz del impertinente mientras se desvanecía

 El bendito suspiró resignado al tiempo que cerraba la puerta.

 

Dilemas de última hora

Dilemas de última hora

Aquel millonario quedó totalmente persuadido la duodécima vez  que se lo oyó decir a don Fermín en uno de sus sermones del domingo: “en verdad os digo, queridos feligreses, que es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico en el Reino de los Cielos”.

Y resolvió donar toda su riqueza a los pobres, quedándose en la total indigencia.

Ocurrió entonces que, al convertirse en un menesteroso, su mujer lo abandonó y sus hijos desaparecieron como por ensalmo. Las amistades lo repudiaron y todo el mundo le cerró las puertas.

Solo y abandonado a su suerte, el mendigo pedía misericordia en la puerta de la iglesia a la que tantas veces asistió como opulento feligrés, comía en albergues y dormía en un banco del parque. 

Así subsistió, confiado en que su atroz sacrificio le valdría la gloria eterna.

Fue cuando su cuerpo, maltrecho y abatido, rehusó seguir viviendo, notando ya cercana su muerte, que miró receloso al cura que le velaba en su agonía, y acongojado dijo.

—Y ahora como para que no exista el Cielo, padre Fermín.

Tertulias maravillosas

Tertulias maravillosas

Hace algún tiempo le regalé a Celia un chal y ella, después de tocarlo mientras lo olía, me dijo— Es muy bonito, de color azul, como el cielo.

— ¿Cómo sabes que es de esa tonalidad? —le pregunté atónita.

— Bueno, ya sabes que los ciegos desarrollamos los otros sentidos —manifestó ella.

— Claro —exclamé—  pero, ¿puedes saber el color de las cosas con el tacto?

— No boba, —rió jovial— es con la nariz.

— ¿Oliendo? Vaya… ¿Y qué olor tiene el azul? ¿A cielo?— inquirí burlona.

— Pues sí querida prima;  el cielo huele a frescor, a céfiro, a rocío; a azul. Aquí en el pueblo es fácil olfatearlo.

—Vaya… —señalé alucinada— un día de estos tendré que oler el firmamento pero no sé cómo se hace.

—Sólo tienes que subir a un lugar alto, cerrar los ojos y concentrarte aguzando tu apéndice nasal, como si tú, entera, fueses nariz. —indicó afable— Lo que ocurre es que los ojos son faros que deslumbran a los demás sentidos, cuando se apagan, las otras percepciones se vuelven poderosas.

En la actualidad, que padezco esta ceguera legado familiar debido a la glucosa en sangre que padecemos algunos de nosotros, pienso de verdad que los colores exhalan olor; estoy aprendiendo a olerlos. Le comenté a Celia que la tarde pasada había olido el cielo pero me olió a plumas. Ella respondió muy seria: —Eso es sólo cuando pasa un ángel.

 

Amuletos verbales

Amuletos verbales

El alma, ese ser etéreo que ocupa los cuerpos, es caprichosa y escurridiza. No le gusta al alma estar encerrada, como el genio de la lámpara, y por eso, cuando la materia muere, emerge gozosa como un pajarillo a quien le abren la jaula, para deambular a su libre albedrío.

Puesto que el alma es independiente, el presidio en un cuerpo le resulta espantoso y aprovecha la menor ocasión para salir pitando, pero, si el organismo está vivo, sólo puede hacerlo con el estornudo. Es esta exhalación la llave para abrir la puerta y no es la gripe, ni el polen, ni el polvo lo que la provoca, como se cree; es el alma que cosquillea en esa frágil membrana que tenemos dentro de la nariz, con la esperanza de provocar el espasmo libertador.

Gracias a que tenemos la clave para que no huya como alma que lleva el diablo, —que a veces se la lleva aprovechando la ocasión.

Jamás dejes de pronunciar las palabras milagrosas cuando oigas retumbar un estornudo y más si es el tuyo: ¡Jesús! ¡Salud!

   

Me lo reveló mi abuela, palabra por palabra, que se lo había confiado la suya, tal cual.

   

Doble hídrico

Doble hídrico

La primera vez que Kirok, con apenas cinco años, se miró en las cristalinas aguas del lago, allá en su tribu de la recóndita y fascinante África, dio un alarido de espanto. Creyó que un niño yacía en las profundidades del lago.

 

Mamá Matuka, juiciosa y dulce, acudió presurosa a su lado y le calmó mostrándole su propio reflejo en el agua, — ¿ves? —le dijo— y él, aún más aturdido, sollozó manifestando —Es una mujer igual que tú que yace en las profundidades —y mamá Matuka le confirmó que era así y que toda las gentes de todas las tribus poseían un espíritu del agua que eran idénticos a ellos .—¿ Y qué hacen ahí?— preguntó Kirok desconcertado y mamá le aseguró, —son los espíritus que nos muestran los desaliños del cuerpo y del rostro— pero Kirok siguió sin entender, ¿para qué era preciso percibir sus desaliños?

 

Sin embargo cuando fue creciendo y llegó a la adolescencia no cesaba de ir a mirarse al lago cada día; Mikatuka, la hija del jefe, le agradaba, ¿le gustaría él a ella?

Observó su rostro en el lago, pintó un nuevo trazo rojo en su mejilla y dedujo que era muy apuesto.

Acicalado y satisfecho, se alejó del lago en busca de Mikatuka. Antes, agradeció al doble acuático su inestimable ayuda.

    

Escapes

Escapes

Maribel la contempló; estaba envejecida y demacrada. Después de tanto tiempo, por fin la volvía encontrar. ¿Qué podía decirle? En su corazón sólo quedaba desprecio, rabia...

 

—Hola—la saludó la mujer y se acercó para abrazarla.

 

—No —contestó Maribel— no... —y se apartó instintivamente.

 

—Sé que lo hice mal pero... yo os quería —se permitió decir.

 

— ¡Ja!, ¿Nos querías? ¡Y qué manera de demostrarlo! —rió sarcástica Maribel—¡Abandonándonos! Dime madre ¿no sientes siquiera vergüenza? ¡Nos dejaste a  Ramiro y a mí, a tus hijos! ¡Nos abandonaste! Entiendo que dejaras a papá pero a nosotros, ¡éramos sólo unos niños! ¡Te necesitábamos! 

 

La arrugada cara de la mujer se contrajo, haciéndose más sombría. Otra vez esa sensación de agobio la abrumaba, ¿por qué se empeñaba la gente en atosigarla?, esa era la razón de que siempre saliera huyendo... como aquel día de hacía veintitantos años y muchos otros de su existencia ¿Qué excusa había dado entonces para huir de las contrariedades?

 

—Ahora vuelvo... voy por cigarros —repitió de nuevo, como entonces, y se alejó de aquella muchacha inoportuna y sediciosa.

 

Sombras

Sombras

Don Fernando anda inclinando la cabeza, renqueante y absorto en sus pensamientos; como si ya la intolerancia no obrara emoción en él. 

Lo vemos alejarse despacio, dejando atrás ese halo de decrépita ancianidad, propia sólo de las personas que en su juventud fueron opresivos.

 

Juanjo no habla ni yo tampoco; a los dos se nos agolpan en la mente y en el corazón aquellos terribles días de nuestra infancia.

Vívidos acuden a mí los recuerdos, como saetas que nunca dejaran de acosarme.

  

—Es decir... —exclama Don Fernando, agitando de un lado a otro su temible rebenque— no te sabes la lección porque has tenido que ayudar a tu padre a cuidar las cabras.

 

—Sí — balbuceé con angustia.

 

No es tan escalofriante el látigo como sus ojos grises, tan crueles e implacables.

 

Siento sus azotes en mi cuerpo mientras trato de aguantar sin un gemido; para ello pienso en mi padre y le veo sonriéndome al tiempo que me revuelve el pelo.

 

—Miguel... —me dice padre satisfecho— gracias por tu ayuda.

 

Sonrío y este mohín es hiel para mi maestro; el rebenque fustiga más enérgico.

   

Hace tiempo que don Fernando ya no nos causa miedo sino desasosiego y una sensación de lobreguez asfixiante.

Rosas rojas para un amante póstumo.

Rosas rojas para un amante póstumo.

Cada vez que iba a visitar la tumba de su esposo, Claudina se abstraía mirando la foto, en blanco y negro, de Nicanor Lorente Arias, muerto a los 45 años, y colindante al nicho del marido

Era muy guapo; bien peinado, con un bigote recortado, un lunar en la mejilla, y aquella mirada apacible y seductora que trasmitía placidez y simpatía.

Claudina se sentía cada vez más atraída por el anónimo difunto, fallecido en 1.948, y tanto fervor iba acumulándose en su alma que, un día, decidió llevarle rosas, y luego otro día y otro.

Actualmente, Claudina acude al cementerio eufórica, con dos ramos de flores; las blancas, que simbolizan el decoro y la honestidad  y que deja con descuido, mientras susurra una desangelada oración, en la tumba de su cónyuge. Las rosas rojas, que representan la pasión, son para Nicanor, su amante secreto, con el que ha mantenido tantas oníricas noches de amor y frenesí y con el que ahora platica de sus más íntimas aspiraciones.

Alteración

Alteración

Seguí al gato largo trecho, a pesar de que los felinos detectan enseguida una presencia, esta vez logré despistarle.

 

Rodeé la casa y le salí de frente, el minino no se esperaba esta reacción y enseguida todos los pelos de su cuerpo se erizaron. Comenzó a maullar en señal de advertencia.

 

Pero yo me quedé allí, parada. El gato me observó fijamente y entonces ocurrió.

 

— ¿Eres tú?—me dijo temblándole la voz.

 

— Sí —murmuré apenas.

 

Se acercó hasta mí y se restregó contra mi cuerpo, maullaba sin parar, meloso. Yo le lamí la cabeza aunque mi condición es contraria a la suya y me repelía; el amor era más fuerte que la repulsa.

 

Ahora estamos juntos de nuevo. Él es Juan Pedro, mi esposo, muerto hace poco y convertido en un fantasma gatuno. Yo soy Eloísa, fallecida hace mucho y trocada en una perra fantasma.

  

-*Posdata desde el Más Allá, para todos los que lleguen a leerme: No discutáis sobre si existen los fantasmas o no. Existen. Ahora plantearos en qué fantasma os podéis convertir al morir. A mí me costó mucho asimilar esta vida perra. Mi Juan Pedro, todavía no se acostumbra del todo a mi presencia, de vez en cuando me saca las uñas.

 

Planes endebles

Planes endebles

Siempre la misma monotonía; levantarse, asearse, comer presuroso un bollo y tragar un café quemándose la lengua, llevar los niños a clase, dejarlos y expedito correr al trabajo... a ese trabajo aburrido y cargante.

Los domingos pasear por el parque con los niños, sentarse en el mismo bar y beber un refresco... ¡estaba harto!

¿Y si hoy fuera el día? ¿Y si se decidiera a irse a la Argentina, tal como llevaba soñando hace tiempo?

 

—Ahora vuelvo, voy por cigarros...

 

—Bien cariño... ya que vas por cigarros, acércate al supermercado y trae leche y pañales. No olvides pasar por la farmacia y comprar la pomada para el culete de Niki, que el pobre está muy quejoso... ¡Ah!, y el jarabe para la tos de Paula y las tabletas para mí, que ando fatal, ¡la migraña me mata! Trae unas vendas, que se nos han terminado y Jorgito tiene una herida en la rodilla...

 

Está bien, está bien. Quizá el próximo año o el otro. Cuando los niños fueran mayores, tal vez cuando...