Querida amiga Clotilde:
Como cada mes, te escribo una carta y esta misiva, amiga mía, será la última que te redacto.
Ya sabes, apreciada compañera, que mi vida no ha sido lo que se dice un mar de alegrías, — ¡quién lo sabrá mejor que tú!—, y que escribirte me reconforta el ánimo; es por ello que lo he hecho muchos años.
Pero ahora todo ha cambiado y ya no necesito exponerte, nunca más, mis congojas. Te cuento.
Hace apenas dos semanas ha llegado al pueblo un hombre; su nombre es Luis.
Luis es amable, cariñoso y simpático. Ha venido a casa para pedir trabajo, —sabes que aquí, en la granja, el trabajo es mucho—, así que Jorge, mi esposo, le dio faena y no una labor cualquiera sino todas las más bajas, las peores. Limpiar los cobertizos y las pocilgas de los cerdos, asear a los caballos, arar el campo, traer leña, sembrar el grano..., no puede pararse un minuto pues es tanto el ajetreo que tiene que, únicamente por la noche, puede acomodarse en el porche a tomar un poco el fresco.
Sin embargo, Luis no se queja, al contrario, nunca se le ve fastidiado o irritable. Es pura gentileza, todo amabilidad.
El martes pasado Luis y yo nos encontramos en el soportal, —Jorge no estaba pues había ido a la ciudad a comprar cebada para la siembra y a vender dos mulas; no vendría en dos días—, Luis me invitó a sentarme con él y yo, deseándolo, hice caso a su requerimiento.
Hablamos. Hablamos tanto y de tantas cosas sensibles al alma que me enamoré como una loca de él. Dirás, ¿cómo es posible que una señora casada desde hace treinta años y con la elevada edad de cincuenta y seis años pueda enamorarse, así, a modo de una párvula, y además en una noche?
Tengo que contestarte que sí. Estoy cuerdamente enamorada, como jamás pensé estarlo. Nunca creí que existiera el amor, ese amor que todas soñamos en que la ilusión y la excitación por ver al ser amado es primordial, esencial, en que te sientes la reina del mundo y todo fluye alrededor de ese amor.
Queridísima Clotilde, me siento tan feliz, tan radiante, que no me importa nada de lo demás; no me importa Jorge, ni mi madre, ni mis suegros... no me interesa lo que dirá la gente. Por una vez en mi vida sólo importo yo. Porque soy yo la elegida, yo la amada y sobre todo YO, la que amo ¿Tienes idea de lo que eso significa?
No, casi nadie entendería la grandeza que tiene lo que te estoy contando, lo sé. Tanto yo como la mayoría de las mujeres que hemos amado —¿amado?— a nuestros hombres porque con ellos nos casamos, porque casarse era lo natural en aquellos tiempos y si un hombre, —que nos gustara un poco—, nos distinguía como esposa, nos sentíamos contentas. Ya era una satisfacción ¡Qué ilusas!
El amor es otra cosa; es como si alcanzaras el cielo con los labios. Como si no existiera la edad, ni la gente que te rodea, como si el tiempo no importara; sólo el hombre que quieres y una misma.
El tiempo. Ahora transpone ligero; me parece que no lo aprovecho todo, que se me va de las manos como el agua. Pero no importa; preferiría vivir un solo segundo de este tiempo que cien años del anterior. Así amo.
Así amo, querida Clotilde.
Me iré con Luis, lejos, muy lejos; los dos nos amamos inmensamente. Creo que es como si su alma y la mía hubiesen estado buscándose durante años, durante siglos quizá, encontrándose por fin, uniéndose, como se unen el cielo y el mar en el horizonte o... más intensamente aún, como cuando el óvulo y el espermatozoide se encuentran e, incapaces de resistir la magnificencia que significa originar una vida, se fusionan el uno en el otro; así se han fundido nuestras almas, para comenzar a existir, a descubrir la intensidad del amor.
Voy a vivir este amor al máximo. No me importa morir después, lo juro, no me importa.
Te manifiesto que ésta será mi última carta porque no quiero desperdiciar ni un minuto sin estar amando. Porque ya no te necesito. Mi pensamiento te evocará alguna vez amiga, tal como el consuelo que fuiste, de un lejano y marchito tiempo, pero mi corazón ahora tiene alas y corre en pos del amor. No puedo, ni quiero —por nada del mundo— sujetarlo.
Adiós compañera. Ahora puedo irme y olvidarte.
No siento pena por abandonarte.
Al fin y al cabo sólo eres una bruma de mi imaginación; la amiga cómplice e inventada que alivió el alma de una mujer triste y sola.
Pondré esta carta junto a las otras, ¡tantos años, tantas cartas!, y esta vez... esta vez, amiga mía, las quemaré por fin.
Adiós, para siempre, Clotilde.
Candelaria.