El gran chupador

Nicolás no fue siempre un vampiro. Yo recuerdo cuando nació, era un niño regordete y carirredondo que chupaba con violencia de la teta de Rosario, su madre, un glotón morrocotudo que dejaba a su progenitora extenuada cada vez que mamaba. Nicolasín sonreía siempre y sólo lloraba cuando quería mamar, enorme suplicio para Rosario.
Cuando creció se fue a tierras lejanas a buscarse un porvenir. Su madre moría de pena sin su hijo, pero entendió que tenía que irse; la comida escaseaba y Nicolás comía por tres y bebía por ocho; ella, con su potaje de coles y su leche de cabra, tenía de sobra.
Cuando al tiempo Nicolás regresó al pueblo parecía un conde; bien trajeado, con la piel blanca como la nieve, se ve que no había trabajado al sol, y subido en un vehículo de esos que valen mucho. Todos le miraban envidiosos cuando compró el castillo de los duques.
Pero al poco empezaron a aparecer mozas muertas, todas ellas con esos dos agujeros en el cuello que nos hicieron sospechar que un vampiro nos rondaba.
Supimos que era Nicolás por varias razones, pero el hecho que no daba lugar a dudas era que seguía chupando de forma desmedida; todas las muchachas aparecían más secas que el cuerpo de doña Gertrudis, la maestra, que cuando fue exhumada para enterrar al marido estaba entera pero reseca, igualita que el maniquí de madera de Juana, la modista.