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El andurrial de Espuma

Espuma de cuentos

El caballero

El caballero

 Repudié a mi difunto marido que fue déspota e infiel, dejé su tumba a los mohos y las hierbas y elegí el panteón de don Leocadio Peláez de la Torre; adorado por su esposa, reverenciado por sus hijos, querido por sus cientos de amigos, bienquisto por sus escasos contrarios, y enaltecido por todos.

Pero su sepulcro estaba descuidado y casi destruido y yo no podía quedarme impasible ante tal atrocidad. Reparé la sepultura y la invadí de flores, recé por su alma aun suponiendo que Leocadio habría de estar en el Paraíso y conversé con él de mi triste existencia en vida de mi esposo.

En las tardes de estío llevo el libro de su biografía hasta el cementerio, me siento sobre la lápida y, emocionada ante su portentosa vida, leo en voz alta para que, si pudiera oírme, sepa que todavía se recuerda su extraordinaria humanidad.

No importa que hayan pasado cuatrocientos setenta y cuatro años.

Inspiración

Inspiración

Eleuterio es feo. Tiene una nariz larga y torcida, le faltan algunos dientes y posee orejas grandes y despegadas. La joroba que carga en su espalda, lo hace además grotesco, aunque quizá sea su mirada bizca lo peor de su anatomía, ya que parece que no te mira cuando le hablas, sino que sus ojos bamboleados van más allá de ti. Eleuterio camina torcido porque sus pequeñas y arqueadas piernas…”

— ¡Bueno, vale ya! ¿Cómo es que soy tan espantoso? ¡Ya estoy harto!

—Calla Eleuterio. Yo soy la escritora y te invento como me da la gana.

— ¡Pues no voy a permitirlo!   

— ¿Ah, no?

— ¡No!

 

Hum… “Eleuterio, además, de tener un físico terriblemente feo, es impertinente, difícil en el trato y…”

— ¿Impertinente? ¡Te aprovechas porque no puedo defenderme, si no ya verías!

“Sin embargo, lo peor de este engendro es que es un psicópata sin corazón; si pudiera sería capaz de matar… ”

— ¿De matar? No soy malo, no lo soy. Tú no podrás hacerme malo. ¡Traidora!

“Y no es sólo su fealdad, su impertinencia y su barbarie la que hace de Eleuterio un hombre terrible, es también díscolo y sedicioso…”

—Está bien, no me quejaré más… al menos, ¿tendré una mujer, una compañera?

“A Eleuterio le rehuyen las mujeres y esto acrecienta su odio, llegando a ser un violador en serie que…”

— Quiero morir, ¡mátame ya!

“Quizá a Eleuterio le habría gustado concluir su vida rápido, dado la aversión que causaba en este mundo cruel, pero no, el destino le tenía asegurada un larga existencia repleta de mortificaciones y tormentos”

 

Fin del capítulo número 852 de la cuarta novela  “La familia Melián” 

 

 

 

 

Flora, la perrita

Flora, la perrita

      No me queda más remedio que revelárselo, él no lo sabe, ni siquiera lo imagina, pero tiene que saberlo y es mi obligación hacérselo saber, aunque... ¿qué pasará luego?, tal vez decida echarme y le perderé, quizá me perdone y se quede conmigo, a lo mejor me echará una bronca morrocotuda luego me de un beso y todos contentos...no sé, ¿qué hago? ¿Se lo cuento?...mejor no, he decidido que “ojos que no ven corazón que no siente”. Así no sufrirá... ni yo tampoco.

Pero cuando él llegó a casa supo enseguida que había pasado, el mal olor inundaba toda la vivienda y no le cupo duda, así que se dirigió a ella y le gritó.

 —¡¡¿Has vuelto a hacerlo? ¿Dónde? ¿Te has creído que esto es un retrete?!!

Y siguió gritando y vociferando mucho tiempo, ella había corrido rápidamente a refugiarse debajo de la cama. Cuando al fin a él se le pasó el enfado limpió la inmundicia y fue a buscarla, ella temblaba de miedo pero él la acarició y le dijo suavemente.

—Que no vuelva a suceder, ¿eh?, que no vuelva a suceder Flora.

Y la perrita desde entonces supo que aunque los ojos no vean, la nariz sí husmea y el corazón siente, ¡no veas como siente! ¡guau! Los refranes son muy discutibles— se dijo abriendo la boca con fastidio mientras se echaba a los pies de su clemente dueño.

La dávida

La dávida

Pedí a Orixá, la diosa del mar, que me concediera el don de la gnosis capaz de abrir mi clarividencia  para percibir si Rubén me amaba, porque yo maliciaba en sus palabras embustes y falsedad. 

A cambio le hice una ofrenda: en noche de plenilunio, a la tercera hora, atrapé en el Gran Lago Salobre, dos pequeñas sílfides  de cuerpos rosáceos y verdes que se agitaban sin parar, y se las llevé dentro de una vasija con agua hasta el mar. Allí se las devolví a Orixá, su verdadera dueña, como dueña es de todos los seres que habitan el lago usurpador.

La deidad entonces, me proporcionó una caracola tornasolada: la encontré al amanecer de ese mismo día, a la salida del sol, en la negra arena, irradiando visos y reflejos de luz. Cuando la pongo en mi oído no escucho el ruido del mar pero tampoco las mentiras de mi amor, sólo un profundo silencio que me alegra el corazón: mi amado me es fiel.

El sueño de una tarde de verano

El sueño de una tarde de verano

El bicho restriega sus patas delanteras, luego las traseras, da una vuelta sobre sí misma y observa la suculenta carne blanca que atesora el néctar alimenticio.

La mujer dormita en traje de baño, bajo el sol esplendoroso, sin percatarse de la mirada de  aquellos ojos múltiples.

El insecto está inmóvil, vigilando que la exquisita chicha no se mueva. Frota de nuevo sus patas delanteras, así como un comensal hambriento se fricciona las manos ante una apetitosa pitanza.  El estatismo de la mujer la induce a atacar y con un suave revoloteo alcanza el muslo, blanco y rechoncho. 

La mosca, sutil, se posa y hunde la trompa en las carnes buscando, ansiosa, la sangre caliente.

La mujer sueña; Manuel, su marido, le está diciendo que la deja, que se ha enamorado de otra y ella siente un punzante dolor en el corazón que, súbitamente, le baja hasta el muslo. Mira a Manuel y éste, sarcástico, le guiña un ojo, mientras le susurra que está gorda y manosea uno de sus muslos.

Ella siente desesperación por el  inminente abandono de su marido, y también percibe el dolor de las uñas de Manuel en su muslo. De rebato, su mano sale disparada a la zarpa infame que le hace daño y le lanza un monumental guantazo.

La mujer sigue durmiendo. Ahora sus visiones son más benignas; se agita y suspira con placidez.

La mosca, espachurrada, resalta como un lunar en la blancuzca piel.

Espíritus confusos (dedicado a mis queridas hermanas)

Espíritus confusos (dedicado a mis queridas hermanas)

 

— ¡Don Pedro! ¡Ay, que desgracia tan grande, don Pedro! Pasó otra vez, pasó de nuevo... luego dicen que no pero nosotros, mi marido y yo, lo vimos con nuestros propios ojos.

 

— Corina... perdona pero ya te dije que yo no creo en almas en pena.

— ¡Ah, no! Eso sí que no, que no me diga usted que no. Anoche lo vimos otra vez, mi Fermín y yo, lo vimos, don Pedro, y le juro por las cenizas de mi padre, que era un ánima del purgatorio.

— ¿Qué visteis exactamente?

— La luz. Esa luz otra vez en el techo. Aparece a las doce de la noche y dura un rato. Mi Fermín y yo no paramos de rezar, porque esa ánima seguro que anda en pena y quiere que le recen. Ya fui a casa del señor cura, para encargarle una misa y...

—Tranquilízate mujer, vamos a hacer una cosa; esta noche duermo yo en tu casa. Quiero ver de una vez un ánima y si tú aseguras que...

— ¡Ay, por Dios y la Virgen! ¡Qué cosas tiene usted don Pedro! No me vacile usted que esto es cosa seria, cosa del otro mundo.

—Si yo no me burlo, que ya te digo que a mis cincuenta y cuatro años, aún no he visto ningún espíritu, y mira que los he buscado, pero nada...

—Pues esta noche, le aseguro que va ver uno, ¡se lo juro! Si viene usted a mi casa y se acuesta en mi cama, porque mi Fermín y yo nos vamos a quedar en casa de mi madre. Que estas cosas del Más Allá son cosas oscuras y yo no quiero saber nada, ¡ay, qué desgracia tan grande!

 

 

 

 

 

La noche cae y don Pedro, entre excitado y jubiloso, se dirige a casa de Corina. ¡Acaso esta noche vea por fin un ánima!  ¡Anda que no había él buscado contemplar un fantasma o algo del otro mundo y nunca lo había logrado!

 

Sí, como aquella vez que iba caminando, una noche enlutada y fría cerca del cementerio, que por allí pasaba el camino que llevaba al pueblo. Caminando y silbando iba él, cuando de pronto un ruido — ¡ssshhh!—, le hizo parar en seco. El corazón le comenzó a latir con fuerza, no lo negaba, tan cerca del camposanto y en mitad de la noche...—¡ssshhhh!— ¡ Otra vez! ¿Alguien me está silbando? Había pensado inmediatamente que algún gracioso quería darle un susto, pero sin dejar de cavilar que un muerto le hacía señales.

¡Ssshhhh!

¿Otra vez? ¿Quién anda ahí?—había preguntado, algo nervioso...

¡Sssshhh!, —le habían contestado.

Observó el cementerio, oscuro, apenas visibles las sombras de los cipreses, y su vello se erizó espontáneamente. ¡Coño!— se dijo— es un espíritu que me está silbando. Tantas ganas le entraron de correr y alejarse de allí, por el pánico, como tantas ansias, su curiosidad morbosa, le insistía en averiguar que eran aquellos sonidos.

Y se acercó al camposanto, —¡Sssssshhh!—, parecía que el sonido era cada vez más nítido, más cercando —¡Sssssshhhh!—, sí, habría de ser un alma, atormentada por sus pecados... —¡Sssssshhhh!— Estaba cerca, muy cerca... ¡ Puñeta!, ¡Le había caído agua a la cara!, ¡Lo estaban mojando!

Y entonces supo que era aquel sssshhh...

¡ Sssshhhhh!—sonó otra vez— ¡ Jesús! ¡Era sólo una tubería de agua; el acople de una tubería que estaba un poco desencajada!

 

 

 

Don Pedro, estaba ya llegando a casa de Corina, mientras sonreía recordando el incidente de la dichosa tubería y su terror... en verdad, que nunca había podido comprobar que existían los espíritus, por ello, no creía en los espíritus.

 

— Entre, don Pedro, entre —le dijo doña Corina, semioculta detrás de la puerta. Mejor que nadie se enterara de todo aquel trastorno, preferible que la gente no andara metiendo sus narices.

 

— ¿Dónde está tu cuarto?

 

— ¡Ay, Don Pedro, es aquel del fondo! Yo no entro, mi Fermín está cenando, ahora viene.

 

— Bueno... pero me habéis de decir dónde sale esa luz. Ya van a ser las doce.

 

— ¡Fermín! ¡Ven acá que ya llegó don Pedro!

 

Ahí aparece Fermín, la cara pálida, el caminar vacilante.

 

— Pero, hombre, ¿cómo tienes tanto miedo?

 

— Don Pedro, le aseguro que ahí dentro hay un ánima.

 

—Bien... ya abro la puerta.

 

— ¡Cuidado!

 

— ¡Coño, me estáis asustando! ¿Dónde es que aparece la luz?

 

—Allí en el techo... espere un poco, ya la verá.

 

 

Minutos pasan que parecen siglos.

 

—Pues yo no veo nada.

 

—Espere, espere... ¡Mírela! ¡Mírela en el techo! ¡Ay, san Policarpo bendito, ampáranos! —aúlla Corina santiguándose.

 

¡Coño! Pues es verdad que hay una luz, mortecina y permanente... ¿qué...?

 

— ¡Ay, qué ánima atormentada será esa luz! ¿Qué quieres ánima bendita?, ¿Misas? ¿Rezos?

 

— Cállate Corina, que me estás poniendo nervioso...

 

 

El piso, la luz sale del piso... el piso es de tablas, que están ya muy viejas y con agujeros por aquí y por allá.

 

Don Pedro, tapa con su pie el agujero por donde sale la luz.

 

— ¿Veis ahora la luz? —comenta burlón.

 

— Ahora no... —balbucea Corina.

 

Don Pedro quita el pie y la luz se refleja de nuevo en el techo.

 

— ¿Y ahora?—pregunta.

 

— ¡Ahora sí! —grita la mujer mientras el marido, desencajado, no dice palabra.

 

— ¿Quién duerme abajo, Corina?

 

— ¿En el sótano?, mis chicos.

 

—Diles que apaguen el quinqué y ya no veréis al ánima esa... ¡coño!

 

Y don Pedro sale del cuarto; rabioso, defraudado ¡Otra vez fue sólo una ilusión! ¿Cuándo diantre iba él a ver un espíritu?

— ¡Si no existen los espíritus, carajo! —se recriminó enseguida, indignado ante su obstinación de aspirar a conocer algo imposible.

 

 Fin

 

Nota: esta historia es real, se han cambiado algunos nombres para no molestar a ninguno de los protagonistas. 

Este relato va dedicado a mis hermanas, que seguro recordarán cuando nuestro padre nos lo contaba, hace ya tantos años, y sin embargo parece tan cercano al mismo tiempo. Con esta historia quiero hacerlas sonreír, por aquellos tiempos de la infancia y juventud, que ahora nos parecen tan felices como inalcanzables, tan nostálgicos como placentero es recordarlo.

Un beso. 

 

 

 

Dori 

Doblessss

Doblessss

— ¡Mire, dos mujeres igualitas! ; las dos con sus vestidos azules y su pelo negro, ambas con sus tacones altos y unos enormes pendientes en las orejas. Gemelas —comenté fascinado por el gran parecido.

El camarero me contempló flemático mientras limpiaba un vaso con una servilleta.

—Creo que ya ha bebido bastante; váyase a casa, ande.
—¿Es que ya estoy viendo duplicado? ¡Si sólo me he tomado cuatro güisquis!

—Sí pero dobles, lo que hacen ocho –murmuró él– y tenga cuidado al salir no tropiece con la dama vestida de azul.

Considerando que tenía razón el barman, descendí del taburete y con sumo cuidado me deslicé entre las dos mujeres para lograr salir a la calle.

Garufo

Garufo

Después de perder a su querido Rufo bajo las ruedas de un enloquecido camión, Emilio juró no poseer un perro nunca más. Y se compró un gato.

Pero su latente predisposición por los canes no le permitió tratar al minino como tal. Ataba al animal, al que llamó Garufo, de una cuerda y lo sacaba a pasear, obrando que el pobre bicho se retorciera frenético e incómodo ante esta actitud absurda, le arrojaba palos para que fuera a buscarlos, le ordenaba que le diera la patita... y cosas así de extrañas.

El felino, ante la insistencia tenaz de su dueño, al fin claudicó; quizá curtido por sus pertinaces enseñanzas o tal vez se acomodó a su destino perruno, el caso fue que aprendió a traerle los palos lanzados y a caminar atado, tan mundano como el más refinado perro. Lamía cariñoso la cara de su dueño, e incluso orinaba en los árboles del parque levantando la pata con garbo canino.

El día en que Garufo aprendió a balbucear su primer ladrido fue el día más feliz en la vida de Emilio. Exceptuando quizá aquella vez que Rufo, en silencio y muy absorto, leyó un cuentito del magnífico escritor Monterroso.

Monstruos rellenos de miel

Monstruos rellenos de miel

Anteriormente a los fantasmas, brujas, duendes y otros espantos que aterrorizaban al mundo, existían los Gûakos que eran gigantes de aspecto feroz, greñas largas y ojos negros como la noche.

Se aparecían a la gente que andaba a deshoras por esos caminos de Dios, o del diablo, según se mire. Antes de mostrarse, una inmensa niebla llenaba el lugar para después, como caídos del cielo, o del infierno, según se vea, emerger a un palmo de la nariz del infortunado.

La cosa hasta aquí era normal o paranormal, según se considere, pero resultó que luego, los Gûakos, eran tan dulces como un confite y tan mansos como un borrico.

Lo descubrió un tal Orencio Pavia, que era hombre de pelo en pecho y no temía a nada de este mundo ni del otro y tuvo la desdicha o dicha, según se opine, de toparse con un Gûako.

Orencio miró sus fulgentes ojos pero no vio en ellos la maldad sino una inmensa codicia de mimos y ternura, así que sin pensarlo y mientras el gigante se quedaba empantanado delante de él, principió a acariciarle la pantorrilla, que era la zona que podía alcanzar. Eso bastó para que el jayán se deshiciera en lágrimas y, sentándose, dejó que el hombre lo cubriera de arrumacos. 

El Señor de los Entes decidió entonces eliminarlos por considerar que eran seres terroríficos discordes al terror.

Se rumorea que quedan algunos Gûakos, ocultos y protegidos, por hallarse en peligro de extinción.

 

Desilusión

Se deshace el sentimiento

como en el agua el papel ;

Pena, déjala un momento

que no piense en el infiel

y que tenga de escarmiento

no confiar jamás ya en él.

Ensueño

Ven aquí, cuéntame un cuento

que no tenga olor a hiel:

Con peine fino de argento

la niña del coronel,

peina las crines al viento

de su arisnegro corcel.

Hay luz en el firmamento

y  por la mar va un bajel

míralo niña, con tiento,

y verás al timonel.

La ilusión, no me lo invento,

sabe a ambrosía de miel,

huele a  viña y a sarmiento

y aparenta un carrusel.

A veces, si hay contento,

suena como un cascabel .  

Coincidencias

Coincidencias

Cuando terminó la función y ya dispuestas a irnos, mi hermana y yo, reconocimos con estupefacción al actor Andy García entre los espectadores. Cleo agarró mi mano y nos miramos sin decir palabra, fascinadas. Mi pequeña, palpitando de emoción, me dijo. 


—Pídele un autógrafo.
—No, me da vergüenza —le repliqué.

—Por favor, por favor, Elena —me rogó.

—No, lo siento… me da vergüenza —dije yo
Cleo comenzó a gemir, se estremecía e hipaba; temí que le diera otra vez un ataque de asma. Entonces fui hasta el hombre y regresé con el autógrafo: A. García. Ella besó el papel y lo guardó en su pecho, dichosa con el tesoro.

¿Cómo decirle que aquel señor, que ya se había marchado escudriñado por la vehemente mirada de la niña, tenía un increíble perecido con su actor favorito pero era un simple frutero? Mejor no.
Me reanimé pensando que al menos la firma sí era auténtica; Anselmo García ya había hecho algunas más.

El preñado

El preñado

Verle allí, echado en el sofá, con una camisola holgada de blonda, indolente, con aquel mohín apacible en la cara de dulce espera, mimoso y haciendo melindres a todas sus comidas, a todos sus olores, mientras se acariciaba el abultado vientre, la ponía de los nervios. Era ella la que tenía que estar embarazada y no su marido, pero el ginecólogo le había dicho. —Es más fácil que se quede encinta su esposo que usted, señora, porque usted carece de matriz, está usted yerma, castrada, y su cuerpo rechazará siempre un embrión; este trastorno que usted padece es único, que se sepa: implantaremos un óvulo a su cónyuge y esperemos que resulte; él está de acuerdo ¿y usted?

Pues no, ella no estaba de acuerdo, pero nunca creyó que esa fecundación funcionara, sin embargo, allí estaba él luciendo su preñez; apenas le quedaban tres semanas  para parir a su retoño mientras ella, estéril y repleta de envidia, cumplía todos sus antojos, hasta el más mínimo, por el bien del bebé.

—Al menos aféitate esa barba de una semana—le señaló áspera. Por mucho que le doliera, aquello era lo único que discrepaba en su figura de futura mamá.

Estreno

Estreno

Primero fue un cosquilleo en la nariz, enseguida un espasmo recorrió todo su cuerpo, después, los músculos del abdomen y pecho se tensaron y subió su diafragma mientras los ojos se le cerraban inevitablemente. Pronto el hormigueo de las fosas nasales se acrecentó, alumbrando el rumoroso estornudo.

Su carita reflejó el pasmo que le causaba la novedosa experiencia; abrió los ojos y  vio el rostro de mamá mirándole por encima de la cuna; parecía preocupada, ¿se habrá resfriado?

Sonrió y mami, más tranquila, hizo lo mismo mientras tiraba de la mantita y lo tapaba amorosamente.

El gran chupador

El gran chupador

Nicolás no fue siempre un vampiro. Yo recuerdo cuando nació, era un niño regordete y carirredondo que chupaba con violencia de la teta de Rosario, su madre, un glotón morrocotudo que dejaba a su progenitora extenuada cada vez que mamaba. Nicolasín  sonreía siempre y sólo lloraba cuando quería mamar, enorme suplicio para Rosario.

Cuando creció se fue a tierras lejanas a buscarse un porvenir. Su madre moría de pena sin su hijo, pero entendió que tenía que irse; la comida escaseaba y Nicolás comía por tres y bebía por ocho; ella, con su potaje de coles y su leche de cabra, tenía de sobra.

Cuando al tiempo Nicolás regresó al pueblo parecía un conde; bien trajeado, con la piel blanca como la nieve, se ve que no había trabajado al sol, y subido en un vehículo de esos que valen mucho. Todos le miraban envidiosos cuando compró el castillo de los duques.

Pero al poco empezaron a aparecer mozas muertas, todas ellas con esos dos agujeros en el cuello que nos hicieron sospechar que un vampiro nos rondaba.

Supimos que era Nicolás por varias razones, pero el hecho que no daba lugar a dudas era que seguía chupando de forma desmedida; todas las muchachas aparecían más secas que el cuerpo de doña Gertrudis, la maestra, que cuando fue exhumada para enterrar al marido estaba entera pero reseca, igualita que el maniquí de madera de Juana, la modista.

 

Tatuaje lunar

Tatuaje lunar

En noche de luna llena te tiendes en un lugar despejado, desnudo de atuendos que pudieran esconder cualquier rincón de tu organismo, y dejas que los rayos del satélite recorran tu cuerpo, que besen tu piel y acaricien tu alma.

Dicen que, en muchos, la luna ha querido dejar su imagen señalada para siempre, como una dádiva que hace al hombre; son esos lunares perfectos y esféricos, que la mayoría de la gente posee. A veces, esos lunares no son plenamente redondos, sino que tienen formas desiguales; eso es debido a que, cuando el astro está perfilando su elíptica figura en la piel, la persona se agita.

Lo mejor es estar inmóvil, sereno y confiado, y dejar que la luna dibuje su efigie en nuestra epidermis, lo mismo que un maestro de grabados lo haría.

Por supuesto, no duele.

 

Con la letra E

Con la letra E

Expertos en la espesura

El estornino estiró el escote estornudando estridentemente. Ester, estupefacta, escribió expedita. “El Estornino estornudó, es evidente. Entonces, eso expresa el experto exhalado en los estorninos. Espasmo excelente, enorme en empuje, exento en excreciones, extraordinario” — ¡Eh, Esteban! —exclamó— ¡esto es estupendo! ¡El estornino estornuda!

— ¡Espera, estoy excretando!— explicó éste.

Embustero.

Esteban estaba escondido, estrujado entre enredaderas, esnifando estupefacientes. Estornudó, escandalizando el entorno. El estornino, espantado, escapó. Ester escupió, enfurruñada. —Escandaloso enredador entremetido —especuló enojada. Enseguida escribió.

— El empleado Esteban está expulsado; expele estornudos estrepitosos, estremeciendo el escenario experimental. El estornino “estornudador” escabullido.

Equilibrios

Equilibrios

Sueña que es un ermitaño y que se halla solo, meditando en la infinita serenidad del Sahara; se nota dichoso. Tal vez porque el eremita es feliz soñándose un águila que vuela pausado y venturoso sobre la inmensa quietud del desierto.

Tango

Tango

Se entrelazan mis piernas en las tuyas y nuestros cuerpos se fusionan, excitados, vehementes; la cadencia voluptuosa de la música nos embruja. Danzamos apretados, siguiendo el ritmo sensual que nos maneja como a marionetas sin voluntad propia.

 

Tus manos son lazos de rojo satén que sujetan mi cintura; siento que estoy ardiendo... Mis senos, tórridos oteros, se aplastan en tu pecho y sé que te están quemando. La pasión incontrolable nos aprisiona y nada más en el mundo importa.

 

¡Pero si tú no me gustas, pero si yo no te agrado!

 

Suspiro y en un atisbo de juiciosa lucidez percibo qué está ocurriendo

—No te preocupes, cuando concluya este tango todo terminará –murmuro, trémula, en tu oído.

 

 

Prisas de hoy en día

Prisas de hoy en día

Me lancé dentro del autobús al salir del trabajo; tenía que pasar por el súper y comprar  algunas cosas, me dije.

En la caja, al ir a pagar, no encontré mi tarjeta y eso que vertí todo mi bolso, en el cual había cachivaches inverosímiles que no recordaba haber visto antes. La gente se impacientaba mientras yo recogía todo de nuevo casi al borde del paroxismo. Al fin hallé dinero y pude pagar la deuda a la cajera que ya me miraba fastidiada.

Agarré mi compra y corrí a la parada de autobús de nuevo; debía llegar a casa a tiempo de pasar unos apuntes, hacer la cena, planchar la ropa y, por supuesto, como hoy era un día de los menos ajetreados, darme un baño con esencia de lavanda.

El bus se me escapó, así que hube de esperar al siguiente. Cuando me vi sentada en su interior me relajé con un suspiro. Al llegar a mi estación, el conductor, despistado como un cangrejo, casi me derriba pues no esperó a que terminara de  bajar.

Con el susto en el cuerpo, me lancé calle abajo aferrando las bolsas. La prisa me llevaba casi a volar, pero como yo no tengo alas aunque nunca lo recuerde,  lo que hice fue dar un traspié y caerme de culo; el porrazo fue tremendo, pero no solté las bolsas. Mi marido, que salió de casa premioso como siempre, al verme me soltó.

— ¿Qué haces? ¿Por qué te has sentado en mitad de la calle?

—Pues ya ves, —le contesté impávida— es que estaba cansada.

 

 

Dedicado a Pitufina

La verdad está ahí fuera

La verdad está ahí fuera

Casi todos los días, una cinta blanca atraviesa por el cielo azul y se va extendiendo lenta e inexorable hasta desaparecer en el horizonte.

Tata Makit dice que es  el gran Parkú, el dios de la tormenta, que se entretiene desplegando los rayos que tiene guardados en el edén. No entendía yo entonces, por qué siempre que Parkú arroja sus relámpagos a la selva, a los ríos y a las montañas, éstos aparecen en zigzag y no rectos..

Tata explica que el dios sólo lo hace por entretenimiento y que más tarde, cuando se cansa, vuelve a doblar los rayos y los guarda en las nubes. 

 

Hoy he vuelto a ver la cinta expandiéndose por todo el firmamento; he aguardado paciente, porque quería ver a Parkú recogiéndola de nuevo.  

Esperé y esperé pero no vi al dios enrollando la centella; la tira se fue deshaciendo sola hasta desaparecer, como siempre. Lo que yo ya suponía.

 

No le he dicho a abuela que, en realidad, la cinta no es un rayo, sino un pájaro enorme y brillante que vuela, dejando la estela de su paso, a otros pueblos lejanos; posiblemente más avanzados que nosotros, los kimunis.

¿Para qué iba a revelárselo? No me creería.