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El andurrial de Espuma

Garufo

Garufo

Después de perder a su querido Rufo bajo las ruedas de un enloquecido camión, Emilio juró no poseer un perro nunca más. Y se compró un gato.

Pero su latente predisposición por los canes no le permitió tratar al minino como tal. Ataba al animal, al que llamó Garufo, de una cuerda y lo sacaba a pasear, obrando que el pobre bicho se retorciera frenético e incómodo ante esta actitud absurda, le arrojaba palos para que fuera a buscarlos, le ordenaba que le diera la patita... y cosas así de extrañas.

El felino, ante la insistencia tenaz de su dueño, al fin claudicó; quizá curtido por sus pertinaces enseñanzas o tal vez se acomodó a su destino perruno, el caso fue que aprendió a traerle los palos lanzados y a caminar atado, tan mundano como el más refinado perro. Lamía cariñoso la cara de su dueño, e incluso orinaba en los árboles del parque levantando la pata con garbo canino.

El día en que Garufo aprendió a balbucear su primer ladrido fue el día más feliz en la vida de Emilio. Exceptuando quizá aquella vez que Rufo, en silencio y muy absorto, leyó un cuentito del magnífico escritor Monterroso.

1 comentario

gladys -

Y después dicen que la constancia no vence...
Me encantó Espumilla.